Bitácora Almendrón/ El País, 19/06/2008
Por Michael Reid, editor de la sección de Las Américas de The Economist. Su libro El Continente olvidado: la lucha por el alma de América Latina será publicado en España por Editorial Belacqva. Traducción de Jesús Cuéllar Menezo (EL PAÍS, 19/06/08)
Hace un par de meses, cuando Luiz Inácio Lula da Silva habló ante una Economist Conference reunida en Brasilia, estaba exultante. Durante más de una hora ofreció a una audiencia compuesta de hombres de negocios chistes y un verbo florido para transmitir un sencillo mensaje. Dijo que su fórmula política consistía en ser “conservador en economía” y “audaz en política social”.
Es una fórmula que está dando sus frutos. Después de haberse librado de los escándalos de corrupción que afectaron a su Partido de los Trabajadores (PT) y que estuvieron a punto de costarle la reelección, Lula no sólo cabalga a lomos de la popularidad, sino que Brasil está comenzando a ser tomado en serio como nueva potencia económica y política. Cuando en 2003 los economistas del grupo Goldman Sachs juntaron a Brasil con Rusia, la India y China (el grupo “BRIC”), señalando que estos países dominarían la economía mundial alrededor de 2030, muchos rezongaron, apuntando que la aletargada economía brasileña no podía estar en ese club.
Sin embargo, su crecimiento alcanzó un respetable 5,5% el año pasado, su divisa y sus cuentas públicas se han fortalecido y la inversión exterior alcanza niveles sin precedentes. Dos organismos dedicados a la evaluación de riesgos crediticios concedieron hace poco un “grado inversión” a la deuda garantizada por el Estado brasileño. A diferencia de China y Rusia, Brasil cuenta con una democracia boyante, aunque caótica, mientras que su renta per cápita es siete veces mayor que la de la India. En la actualidad, muchos extranjeros ven en el país al líder de América Latina, que merecería estar presente en el Consejo de Seguridad de la ONU y en el G-8.
Hace tiempo que el potencial de Brasil está claro, pero el país rinde sistemáticamente por debajo de sus posibilidades. Se dice que Charles de Gaulle, después de una visita celebrada en 1960, declaró que había llegado a la conclusión de que Brasil “no era un país serio”. O milagre brasileiro, el cuarto de siglo durante el cual Brasil creció al ritmo de China, principalmente con gobiernos militares, terminó con la crisis de la deuda de 1982. A continuación, Brasil perdió pie durante una década. En comparación con el resto de la región, su transición a la democracia se produjo con lentitud y a trompicones.
Sin embargo, a comienzos de la década de 1990 los gobiernos brasileños comenzaron a abrir su protegida economía, dominada por el Estado. El Plano Real de Fernando Henrique Cardoso domeñó finalmente la inflación, tras una épica batalla que precisó una profunda reforma de las cuentas públicas, difícil desde el punto de vista político.
Para sorpresa de algunos, Lula decidió partir de los éxitos de Cardoso. Ha concedido independencia completa al Banco Central do Brasil y, a pesar de las quejas del PT, no intervino cuando éste subió los tipos de interés para sofocar una escalada inflacionaria en 2003. Tampoco es probable que lo haga ahora, cuando el banco vuelve a subir los tipos para controlar una nueva arremetida de la inflación, originada por el incremento mundial de los precios de los alimentos y el combustible. El Gobierno se atiene a sus objetivos presupuestarios, reduciendo poco a poco la deuda pública.
Está claro que Brasil se beneficia enormemente del auge de los precios de las materias primas. Desde 2003, el alza del precio del hierro y de la soja ha ayudado a duplicar el valor total de sus exportaciones, pero gracias a la eliminación de las barreras arancelarias la industria brasileña se ha hecho mucho más competitiva. Las compañías del país se atreven a salir al extranjero. Embraer construye un avión en China, Vale se ha convertido en la segunda empresa minera del mundo y otras firmas brasileñas son líderes en el sector agroindustrial. Si en la actualidad China es el taller del mundo e India la oficina de su trastienda, Brasil es su granja.
También tiene posibilidades para ser una superpotencia energética. El etanol brasileño de caña de azúcar, a diferencia del subvencionado etanol de maíz producido en Estados Unidos, es eficiente en términos económicos y medioambientales. Brasil dispone de tierra más que suficiente para incrementar su producción tanto de etanol como de alimentos sin tocar la selva amazónica. Para colmo, Petrobras acaba de descubrir en las costas brasileñas enormes yacimientos de petróleo y de gas, aunque es cierto que se encuentran a gran profundidad.
La democracia ha reportado beneficios sociales y económicos. Aquí también Lula partió de las políticas sociales de Cardoso y amplió la Bolsa Família, gracias a la cual en la actualidad 11 millones de familias muy pobres reciben pequeñas subvenciones en metálico. Las cantidades se entregan a las madres, a condición de que se comprometan a que sus hijos vayan al colegio y se sometan a revisiones médicas. Gracias a un enorme incremento de los medios docentes todos los pequeños asisten a la escuela primaria, y ahora alrededor del 70% termina el ciclo de secundaria.
Estas iniciativas, unidas a una escasa inflación y a un rápido crecimiento, han reducido los índices de pobreza, que han pasado del 48% en 1990 al 33% en 2006. Hasta la distribución de la renta brasileña, tristemente famosa por su desigualdad, está mejorando. Según los cálculos de la asesoría McKinsey, entre 2000 y 2005 unos ocho millones de familias (alrededor de 40 millones de personas) se sumaron a las clases medias. La estabilidad económica conlleva que esa gente puede conseguir préstamos para comprarse una casa, un coche y otros productos de consumo duraderos, con frecuencia por primera vez.
Junto a todo este progreso, existen problemas muy arraigados. Entre ellos destacan los crímenes violentos, en algunos casos vinculados con el tráfico de drogas. El sistema judicial es lento e ineficiente. La normativa laboral que, basada en la Carta del Laboro mussoliniana, no se ha reformado desde que se implantó, constituye un elemento tremendamente disuasorio a la hora de contratar trabajadores, salvo en la burocracia federal, que Lula ha ampliado innecesariamente. La carga fiscal, que representa un 36% del PIB, es tan elevada como la de muchos países desarrollados, aunque los servicios públicos son mucho peores. Décadas de inversión estatal insuficiente significan que las infraestructuras, sobre todo los puertos y las carreteras, dejan bastante que desear. Por otra parte, la enseñanza básica es de mala calidad: según el Informe PISA, en las pruebas científicas los niños brasileños tuvieron resultados un 20% inferiores a los rusos.
Lo peor es que el sistema político dificulta la movilización de mayorías para impulsar cambios. En las elecciones de 2006 no menos de 21 partidos obtuvieron escaños en el Congreso Nacional. Durante la primera legislatura de Lula, el PT echó por tierra la promesa de hacer política de manera ética cuando sus líderes sobornaron a decenas de diputados para que les votaran. En ocasiones, Lula habla de reformas fiscales, políticas e incluso laborales-, pero poco ha hecho por llevarlas a cabo. Para muchos economistas tendría que haber utilizado la bonanza generada por las materias primas para reducir con más decisión tanto la deuda pública como los impuestos.
La política exterior de Brasil también presenta claroscuros. El país se ha convertido en una gran potencia diplomática comercial, pero comparte con Estados Unidos y la UE el fracaso de la Ronda de Doha. Durante su primera legislatura, las políticas suramericanas de Lula fueron bastante ingenuas. A pesar de que Hugo Chávez le ganó la partida cuando acompañó a Evo Morales en su nacionalización de las operaciones de Petrobras en Bolivia, el Gobierno brasileño animó a Venezuela a unirse a Mercosur. En la segunda legislatura, Lula se ha mostrado más pragmático. Pero a muchos demócratas latinoamericanos les gustaría que Brasil apoyara con más decisión a la atribulada democracia colombiana.
El progreso de Brasil durante los últimos 15 años se ha basado en un paciente desarrollo de consensos democráticos y ésta es la razón por la que parece sostenible. El crecimiento brasileño, a diferencia del venezolano, se basa más en la inversión privada que en el gasto público. Al contrario que Argentina, Brasil no está permitiendo que la inflación ponga en peligro la estabilidad económica. Con sus múltiples defectos, en muchos sentidos, Brasil está comenzando a comportarse como un país serio.
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