Por Alieto Aldo Guadagni , para LA NACION, Jueves 20 de marzo de 2008 | Publicado en la Edición impresa
La idea de justicia social responde a la vocación de construir una sociedad razonablemente igualitaria en términos económicos, sociales y políticos, y de contribuir a un mundo en paz, ya que como sostiene la carta constitutiva de la Organización Internacional del Trabajo (1919): "La paz universal y permanente sólo puede basarse en la justicia social".
El principio básico de la justicia social es la igualdad de oportunidades, más allá de las circunstancias de origen económico, étnico, social o de género. Norberto Bobbio expresa lúcidamente este concepto cuando afirma: "Lo igualitario parte de la convicción de que la mayor parte de las desigualdades son sociales y, como tales, eliminables. El pensamiento no igualitario, en cambio, parte de la convicción opuesta, de que son naturales y, como tales, no se pueden eliminar".
Es cierto que la mayor parte de las desigualdades son sociales y, por lo tanto, eliminables, pero lograr este objetivo exige un formidable esfuerzo político, ya que muchas desigualdades están amparadas por consolidadas estructuras de poder. El mundo globalizado vive un cambio acelerado, basado en tecnologías que están levantando nuevas barreras de clase entre incluidos y excluidos en esta revolución tecnológica. Estamos inmersos en un período de transición histórica. Estos nuevos conocimientos se convierten en los pilares de la acumulación de capital, el crecimiento de la productividad y el fortalecimiento de núcleos de poder económico concentrado. Esta transformación es similar, pero más acelerada y con mayor amplitud geográfica, que el tránsito de la sociedad agraria al mundo urbano-fabril de la Revolución Industrial.
América latina tiene un récord del cual no se puede enorgullecer: es la región que registra los niveles más altos de desigualdad entre todas las regiones del mundo. Es donde los menos tienen más y, simultáneamente, donde los más tienen menos. Una comparación realizada por el Banco Interamericano de Desarrollo evidencia el alcance de esta desigualdad: si el ingreso se distribuyera como en el sudeste asiático, la pobreza se reduciría a menos de la mitad.
Esta gran desigualdad crea un obstáculo doble a la reducción de la pobreza. En primer lugar, si el crecimiento hubiera estado acompañado por una desigualdad decreciente, el impacto sobre la reducción de la pobreza hubiera sido mayor. Pero, al mismo tiempo, la mejora en la equidad distributiva maximiza la acumulación de capital humano y, por ende, potencia el crecimiento económico. La gran desigualdad tiende a estar asociada con reducidos niveles de crecimiento productivo. Para un ritmo determinado de crecimiento, mientras mayor sea la equidad mayor será el impacto favorable de ese crecimiento sobre la reducción de la pobreza. Cuando impera una gran desigualdad, el crecimiento tiene que ser considerable para reducir la pobreza.
Existe una gran desigualdad de las oportunidades asociadas con el hecho de nacer en un hogar de determinado nivel económico. Quien nace en un hogar pobre carga con una desventaja que va más allá de su capacidad natural e, incluso, del esfuerzo que pueda poner en juego para su futuro progreso. Menores posibilidades educativas, asistencia sanitaria insuficiente, inadecuada nutrición y carencia de contención familiar constituyen una carga abrumadora para quien quiera escapar de un futuro signado por la marginalidad social. La consecuencia es que el acceso a los mejores empleos, estables y bien pagos está, debido a la enorme segmentación educacional por clase social, regido por criterios hereditarios. La equidad en la distribución del ingreso está asociada a la equidad en la distribución del capital humano, porque es la retribución a este capital, cuyo valor depende de la incorporación por la educación de conocimientos exigidos por el mundo globalizado, el único ingreso para quienes carecen de activos financieros o inmobiliarios. Para mejorar las condiciones de vida de los más pobres, las propuestas no pueden agotarse en el ingreso de las familias: es ineludible comenzar por hacer más equitativa la distribución del capital humano. Esto exige iniciativas para que los pobres puedan acumular rápidamente -vía educación- este capital para escapar de la pobreza. De lo que se trata es de aumentar la capacidad de los pobres para obtener mejores ingresos que sean permanentes.
América latina no es tan pobre en términos productivos como para tener más de 200 millones de pobres con una población de 530 millones y que 80 millones de ellos no tengan acceso a una adecuada alimentación. Con menos desigualdad habría menos pobres. El grado de desarrollo de cada país es crucial para definir la importancia de las políticas distributivas y del propio crecimiento en el abatimiento de la pobreza. En los países más pobres de América latina, el grueso del esfuerzo para reducir la pobreza depende del ritmo de acumulación de capital. Cuando hay poco para repartir, el crecimiento es la clave para abatir la pobreza. Pero el cuadro es diferente en los países con mayores niveles de ingreso que, sin embargo, exhiben altos índices de pobreza. En estos países de mayores ingresos con gran desigualdad, las políticas distributivas son centrales para abatir la pobreza. Estas naciones necesitan seguir creciendo, pero no de cualquier manera, ya que la justicia social reclama crecimiento con equidad. Esta es la situación en los países más grandes, por lo cual podemos afirmar que la reducción de la pobreza latinoamericana dependerá de su crecimiento, pero principalmente de sus políticas redistributivas. Las naciones latinoamericanas tienen la desigualdad más alta del mundo en la distribución del ingreso, con la excepción de algunas naciones del Africa subsahariana. En América latina, el 10 por ciento más rico de la población se apropia del 48 por ciento del ingreso total, mientras que el 10 por ciento más pobre apenas capta el 1,6 por ciento. En los países industrializados, estos guarismos son 29,1 y 2,5 por ciento. El menor índice de desigualdad en América latina (correspondiente a Uruguay) es superior al mayor índice similar de cualquier país industrializado o de Europa Oriental.
La igualdad de oportunidades es meramente declaratoria si no se basa en la asignación de recursos fiscales, que deben ser orientados con criterios distributivos a favor de los núcleos con menores ingresos. La reforma tributaria es central en este esquema fiscal: el gasto fiscal progresivo debe ser financiado por impuestos a la renta y a la propiedad rural o urbana, que son más progresivos que los impuestos indirectos al consumo o a las transacciones. Además, deben eliminarse los subsidios a los ricos. La recaudación tributaria en América latina es inferior a las de otras regiones con similares ingresos per cápita, lo cual dificulta la aplicación de políticas sociales progresivas. Por este motivo, uno de los principales desafíos es fortalecer coaliciones políticas capaces de ejecutar iniciativas fiscales progresistas. En realidad, el desafío es mayor, porque para que una política fiscal progresista sea exitosa en su aspiración de abatir la pobreza y consolidar la equidad debe también soslayar el riesgo de debilitar el propio proceso de inversión y crecimiento económico.
TAG: desigualdad
El principio básico de la justicia social es la igualdad de oportunidades, más allá de las circunstancias de origen económico, étnico, social o de género. Norberto Bobbio expresa lúcidamente este concepto cuando afirma: "Lo igualitario parte de la convicción de que la mayor parte de las desigualdades son sociales y, como tales, eliminables. El pensamiento no igualitario, en cambio, parte de la convicción opuesta, de que son naturales y, como tales, no se pueden eliminar".
Es cierto que la mayor parte de las desigualdades son sociales y, por lo tanto, eliminables, pero lograr este objetivo exige un formidable esfuerzo político, ya que muchas desigualdades están amparadas por consolidadas estructuras de poder. El mundo globalizado vive un cambio acelerado, basado en tecnologías que están levantando nuevas barreras de clase entre incluidos y excluidos en esta revolución tecnológica. Estamos inmersos en un período de transición histórica. Estos nuevos conocimientos se convierten en los pilares de la acumulación de capital, el crecimiento de la productividad y el fortalecimiento de núcleos de poder económico concentrado. Esta transformación es similar, pero más acelerada y con mayor amplitud geográfica, que el tránsito de la sociedad agraria al mundo urbano-fabril de la Revolución Industrial.
América latina tiene un récord del cual no se puede enorgullecer: es la región que registra los niveles más altos de desigualdad entre todas las regiones del mundo. Es donde los menos tienen más y, simultáneamente, donde los más tienen menos. Una comparación realizada por el Banco Interamericano de Desarrollo evidencia el alcance de esta desigualdad: si el ingreso se distribuyera como en el sudeste asiático, la pobreza se reduciría a menos de la mitad.
Esta gran desigualdad crea un obstáculo doble a la reducción de la pobreza. En primer lugar, si el crecimiento hubiera estado acompañado por una desigualdad decreciente, el impacto sobre la reducción de la pobreza hubiera sido mayor. Pero, al mismo tiempo, la mejora en la equidad distributiva maximiza la acumulación de capital humano y, por ende, potencia el crecimiento económico. La gran desigualdad tiende a estar asociada con reducidos niveles de crecimiento productivo. Para un ritmo determinado de crecimiento, mientras mayor sea la equidad mayor será el impacto favorable de ese crecimiento sobre la reducción de la pobreza. Cuando impera una gran desigualdad, el crecimiento tiene que ser considerable para reducir la pobreza.
Existe una gran desigualdad de las oportunidades asociadas con el hecho de nacer en un hogar de determinado nivel económico. Quien nace en un hogar pobre carga con una desventaja que va más allá de su capacidad natural e, incluso, del esfuerzo que pueda poner en juego para su futuro progreso. Menores posibilidades educativas, asistencia sanitaria insuficiente, inadecuada nutrición y carencia de contención familiar constituyen una carga abrumadora para quien quiera escapar de un futuro signado por la marginalidad social. La consecuencia es que el acceso a los mejores empleos, estables y bien pagos está, debido a la enorme segmentación educacional por clase social, regido por criterios hereditarios. La equidad en la distribución del ingreso está asociada a la equidad en la distribución del capital humano, porque es la retribución a este capital, cuyo valor depende de la incorporación por la educación de conocimientos exigidos por el mundo globalizado, el único ingreso para quienes carecen de activos financieros o inmobiliarios. Para mejorar las condiciones de vida de los más pobres, las propuestas no pueden agotarse en el ingreso de las familias: es ineludible comenzar por hacer más equitativa la distribución del capital humano. Esto exige iniciativas para que los pobres puedan acumular rápidamente -vía educación- este capital para escapar de la pobreza. De lo que se trata es de aumentar la capacidad de los pobres para obtener mejores ingresos que sean permanentes.
América latina no es tan pobre en términos productivos como para tener más de 200 millones de pobres con una población de 530 millones y que 80 millones de ellos no tengan acceso a una adecuada alimentación. Con menos desigualdad habría menos pobres. El grado de desarrollo de cada país es crucial para definir la importancia de las políticas distributivas y del propio crecimiento en el abatimiento de la pobreza. En los países más pobres de América latina, el grueso del esfuerzo para reducir la pobreza depende del ritmo de acumulación de capital. Cuando hay poco para repartir, el crecimiento es la clave para abatir la pobreza. Pero el cuadro es diferente en los países con mayores niveles de ingreso que, sin embargo, exhiben altos índices de pobreza. En estos países de mayores ingresos con gran desigualdad, las políticas distributivas son centrales para abatir la pobreza. Estas naciones necesitan seguir creciendo, pero no de cualquier manera, ya que la justicia social reclama crecimiento con equidad. Esta es la situación en los países más grandes, por lo cual podemos afirmar que la reducción de la pobreza latinoamericana dependerá de su crecimiento, pero principalmente de sus políticas redistributivas. Las naciones latinoamericanas tienen la desigualdad más alta del mundo en la distribución del ingreso, con la excepción de algunas naciones del Africa subsahariana. En América latina, el 10 por ciento más rico de la población se apropia del 48 por ciento del ingreso total, mientras que el 10 por ciento más pobre apenas capta el 1,6 por ciento. En los países industrializados, estos guarismos son 29,1 y 2,5 por ciento. El menor índice de desigualdad en América latina (correspondiente a Uruguay) es superior al mayor índice similar de cualquier país industrializado o de Europa Oriental.
La igualdad de oportunidades es meramente declaratoria si no se basa en la asignación de recursos fiscales, que deben ser orientados con criterios distributivos a favor de los núcleos con menores ingresos. La reforma tributaria es central en este esquema fiscal: el gasto fiscal progresivo debe ser financiado por impuestos a la renta y a la propiedad rural o urbana, que son más progresivos que los impuestos indirectos al consumo o a las transacciones. Además, deben eliminarse los subsidios a los ricos. La recaudación tributaria en América latina es inferior a las de otras regiones con similares ingresos per cápita, lo cual dificulta la aplicación de políticas sociales progresivas. Por este motivo, uno de los principales desafíos es fortalecer coaliciones políticas capaces de ejecutar iniciativas fiscales progresistas. En realidad, el desafío es mayor, porque para que una política fiscal progresista sea exitosa en su aspiración de abatir la pobreza y consolidar la equidad debe también soslayar el riesgo de debilitar el propio proceso de inversión y crecimiento económico.
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