Chile. La Tercera, Stgo.
Fecha edición: 01-03-2006
Opinión
A la espera del Simce.
El lúgubre diagnóstico sobre la calidad de la educación convierte a los resultados del Simce en una vara importante para calibrar la gestión del gobierno saliente.
El próximo lunes, cuando apenas falten cinco días para traspasarle el poder al próximo equipo de gobierno, la ciudadanía tendrá acceso a los resultados de la prueba Simce realizada el año pasado, la principal medición que dará cuenta de la eficacia de buena parte de las políticas en materia de educación del Ejecutivo saliente. La de ese día será la radiografía más esperada al desempeño de las iniciativas diseñadas y puestas en práctica durante este sexenio que ya termina.
Aunque se trata de una materia habitualmente alejada de las disputas diarias del poder político (con la notable excepción de los períodos de campaña, como se vio a lo largo de todo el año pasado), el lúgubre diagnóstico sobre la calidad de la educación chilena convierte, o al menos así debiera entenderse, a los próximos resultados del Simce en una vara importante para calibrar la gestión del gobierno que se apronta a dejar el poder.
Esto no supone que un eventual mal desempeño, ya sea por estancamiento o deterioro, tenga que usarse para desconocer buenos manejos en otros ámbitos relevantes. No obstante eso, es indudable que si se constata un fracaso en este terreno, identificado en forma unánime como crucial para cualquier avance en aspectos como la brecha en la distribución de los ingresos y otros progresos sociales -para las posibilidades del país, en suma-, difícilmente serían aceptables los tonos autocomplacientes a la hora del adiós.
Reacciones en ese último sentido, en todo caso, tampoco serían adecuadas incluso en un escenario favorable, con mejoras significativas. El problema de la calidad de la educación, muy en especial la pública (en este caso de la básica y la media, que son las que mide el Simce) es de gran magnitud. Eso, aunque en ese caso, sin duda, habría razones fundadas para celebrar tendencias cualitativas positivas y los aciertos en la elaboración de las políticas públicas que habrían favorecido ese proceso auspicioso.
A fines del año pasado, y en sintonía con esto último, quien fuera hasta hace poco ministro de Educación admitió que, a pesar de algunos avances, sobre todo en materia de cobertura (definió la Jornada Escolar Completa, JEC, como "la más grande operación de inversión"), "los esfuerzos en educación han sido insuficientes". En forma independiente, entonces, de lo que digan los resultados del Simce el próximo lunes, es muy importante que el mundo político en general, pero muy en especial las autoridades, las que aún están en el poder y las que se aprontan a recibirlo, se preocupen de que los esfuerzos intelectuales por elaborar fórmulas para mejorar la calidad de la educación no se concentren sólo durante tiempos electorales.
En lo inmediato, sin embargo, sería absurdo desconocer la natural atención que suscitan hechos como el cambio de mando y el comienzo de un nuevo gobierno. Pero incluso aceptando eso, lo ideal sería que el debate acerca de la calidad de la educación, mucho más si no se constatan mejoras en el Simce, no quedara relegado a un segundo plano por efecto de las nuevas circunstancias políticas en el país. También, atendida la importancia del asunto, el mundo político y la ciudadanía en general debieran exigir con especial celo el cumplimiento de los compromisos adquiridos por la Presidenta electa en esta materia durante la campaña.
Que todo lo anterior se produjera en un marco que considere que para avanzar en la calidad de la educación se requiere voluntad para dar pasos en el terreno de la gestión y de la institucionalidad, con un claro énfasis en la descentralización del sistema de educación pública, sería mejor. Y eso supone evitar concepciones simplistas, como aquellas que sostienen que cualquier propuesta que apunte a crear incentivos para que los colegios se preocupen de mejorar su servicio no son más que miradas cultoras de la lógica de mercado.
Aunque se trata de una materia habitualmente alejada de las disputas diarias del poder político (con la notable excepción de los períodos de campaña, como se vio a lo largo de todo el año pasado), el lúgubre diagnóstico sobre la calidad de la educación chilena convierte, o al menos así debiera entenderse, a los próximos resultados del Simce en una vara importante para calibrar la gestión del gobierno que se apronta a dejar el poder.
Esto no supone que un eventual mal desempeño, ya sea por estancamiento o deterioro, tenga que usarse para desconocer buenos manejos en otros ámbitos relevantes. No obstante eso, es indudable que si se constata un fracaso en este terreno, identificado en forma unánime como crucial para cualquier avance en aspectos como la brecha en la distribución de los ingresos y otros progresos sociales -para las posibilidades del país, en suma-, difícilmente serían aceptables los tonos autocomplacientes a la hora del adiós.
Reacciones en ese último sentido, en todo caso, tampoco serían adecuadas incluso en un escenario favorable, con mejoras significativas. El problema de la calidad de la educación, muy en especial la pública (en este caso de la básica y la media, que son las que mide el Simce) es de gran magnitud. Eso, aunque en ese caso, sin duda, habría razones fundadas para celebrar tendencias cualitativas positivas y los aciertos en la elaboración de las políticas públicas que habrían favorecido ese proceso auspicioso.
A fines del año pasado, y en sintonía con esto último, quien fuera hasta hace poco ministro de Educación admitió que, a pesar de algunos avances, sobre todo en materia de cobertura (definió la Jornada Escolar Completa, JEC, como "la más grande operación de inversión"), "los esfuerzos en educación han sido insuficientes". En forma independiente, entonces, de lo que digan los resultados del Simce el próximo lunes, es muy importante que el mundo político en general, pero muy en especial las autoridades, las que aún están en el poder y las que se aprontan a recibirlo, se preocupen de que los esfuerzos intelectuales por elaborar fórmulas para mejorar la calidad de la educación no se concentren sólo durante tiempos electorales.
En lo inmediato, sin embargo, sería absurdo desconocer la natural atención que suscitan hechos como el cambio de mando y el comienzo de un nuevo gobierno. Pero incluso aceptando eso, lo ideal sería que el debate acerca de la calidad de la educación, mucho más si no se constatan mejoras en el Simce, no quedara relegado a un segundo plano por efecto de las nuevas circunstancias políticas en el país. También, atendida la importancia del asunto, el mundo político y la ciudadanía en general debieran exigir con especial celo el cumplimiento de los compromisos adquiridos por la Presidenta electa en esta materia durante la campaña.
Que todo lo anterior se produjera en un marco que considere que para avanzar en la calidad de la educación se requiere voluntad para dar pasos en el terreno de la gestión y de la institucionalidad, con un claro énfasis en la descentralización del sistema de educación pública, sería mejor. Y eso supone evitar concepciones simplistas, como aquellas que sostienen que cualquier propuesta que apunte a crear incentivos para que los colegios se preocupen de mejorar su servicio no son más que miradas cultoras de la lógica de mercado.
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