artículo publicado originalmente en El País, 28/04/2006;
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La elección de Michelle Bachelet para la presidencia de Chile ha suscitado reacciones tan entusiastas que es preciso buscar, más allá de los hechos y las personalidades, unas explicaciones que puedan iluminar la situación de otros países, y no sólo en Latinoamérica.
En primer lugar, no se puede separar el nombre de Michelle Bachelet del de Ricardo Lagos, presidente durante los seis últimos años, aclamado al final de su mandato con gritos de "2010" -las próximas elecciones presidenciales- y que conserva una popularidad de más del 70%. Michelle Bachelet era prácticamente desconocida cuando lanzó su candidatura dentro del Partido Socialista, pero desde su elección es, en este país cuya seguridad en sí mismo sale fortalecida de la presidencia anterior, la imagen de una mujer y ciudadana que se ha impuesto a una clase política desgastada. A muchos les ha fascinado su capacidad de hablar y actuar sobre todos los problemas importantes con un vigor que demuestra su identificación con las esperanzas de la gente.
Es evidente que el tema de la llegada al poder de las mujeres que habían ocupado puestos destacados en la campaña ha tenido más importancia de la que se preveía. Sobre todo porque se ha apresurado a aplicar el principio de paridad a su nuevo Gobierno, e incluso lo ha introducido en los niveles superiores de la administración. Pero las mujeres tienen aquí un significado que no se reduce a ellas mismas: son la seña de identidad que asume una población cuyas preocupaciones más directas y más privadas han invadido el ámbito público. Se trata de un fenómeno imprevisto. La victoria de Bachelet y la presencia de los temas femeninos han supuesto un cambio radical de las relaciones entre la población y el sistema político. ¿Pero no es la crisis de dichas relaciones y, por consiguiente, la de la democracia representativa, uno de los grandes problemas de las democracias actuales?
El hecho de que su victoria de Bachelet tenga un carácter tan personal inquieta a los dirigentes políticos, temerosos de que esta relación directa entre la presidencia y el pueblo vaya en detrimento de los partidos. Pero los más inteligentes saben perfectamente que son los propios partidos políticos los que se han debilitado a sí mismos y necesitan una renovación que la nueva presidenta podrá facilitar.
Hay que profundizar más en el análisis y observar la nueva presidencia sin separarla de la que le precedió, la de Ricardo Lagos. Chile estaba más convencido que ningún otro país de que existía una contradicción invencible entre las exigencias de la economía y las necesidades de la justicia social. Todavía estaba viva, como en otros muchos países, la tesis de los partidarios más radicales de la teoría de la dependencia: la globalización económica hace aún más difícil la introducción de reformas sociales en el ámbito nacional. Es una idea que, como en otros lugares, produjo cierta impotencia. Había que hacer desaparecer la conciencia de esta contradicción para que volviera a ser posible emprender acciones de reforma.
El mérito inmenso de Ricardo Lagos fue el de dirigir la economía de su país -que siempre ha sido una economía abierta- en el contexto mundial actual, y, al mismo tiempo, impulsar constantemente proyectos de reforma social, visibles especialmente en la desaparición de la indigencia y la reducción de la pobreza a la mitad, lo cual demuestra que se equivocan quienes piensan que no se puede hacer nada, que no es posible llevar a cabo ninguna reforma en una economía globalizada. Tras la caída de Pinochet y el regreso de la democracia, Chile se había quedado paralizado por el miedo a que unas medidas demasiado radicales empujasen a una parte del centro, sobre todo de la democracia cristiana, hacia los partidarios del dictador.
Durante muchos años, Chile se encerró en un silencio voluntario, un olvido que molestaba a numerosos amigos del país, porque estaba en el aire el peligro de volver al enfrentamiento directo entre una dictadura siempre dispuesta a retomar el poder y una oposición siempre propensa a las formas más extremas de acción. Fue Ricardo Lagos quien debilitó este conflicto y logró acostumbrar a sus conciudadanos a que se podían desear reformas sin poner en tela de juicio un sistema económico mundial que depende tan poco de Chile como de otros países pequeños y medianos. De pronto, la elección de Michelle Bachelet, precedida por las valientes declaraciones del nuevo jefe del Ejército, ha borrado este periodo de autocensura y miedo a las reformas.
Podemos confiar en que, a partir de ahora, la opinión pública internacional que seguía asociando Chile con el nombre de Pinochet se dé cuenta de que este país se ha deshecho de sus demonios y sus temores. El llamativo contraste entre la voz omnipresente de los desaparecidos argentinos y el silencio que existía a propósito de las víctimas chilenas lo había roto ya Ricardo Lagos al anunciar la apertura de expedientes individuales para cada una de esas víctimas. Es de esperar que ahora se abran rápidamente los archivos que aún no son públicos y que todos los ciudadanos de este país recobren la memoria.
La situación económica, que era mala al comenzar la presidencia de Ricardo Lagos, ha experimentado una rápida mejoría, como el resto del continente. Tanto Chile como sus vecinos disponen ya de medios importantes para emprender reformas sociales. Puede parecer casi obvio que los objetivos económicos y los objetivos sociales no son totalmente contradictorios y que, por consiguiente, puede haber políticas sociales que vayan de la mano de la entrada en la economía mundial. Pero a la mayoría de la gente no le parece tan evidente, ni en Chile ni en otros países como, por ejemplo, Francia, donde los partidarios del no en el referéndum sobre Europa se movilizaron por la idea de que la economía de mercado es incompatible con la justicia social. Este tipo de opiniones se ven en muchos países, y contribuyen a dar una interpretación más ideológica que realista de la globalización. Por eso, el éxito del Chile de Ricardo Lagos, que logró superar esas contradicciones, reabrir la vida política y hacer posibles las reformas, debería reconocerse en todas partes como un acontecimiento de importancia fundamental.
Ya habíamos visto que el Brasil de Lula daba prioridad al respeto a las instituciones y se había colocado dentro del sistema económico mundial, pero, al mismo tiempo, nos había decepcionado la falta de grandes proyectos sociales en un régimen del que se esperaba una gran movilización popular. La evolución de Chile parece encaminada hacia un equilibrio mucho mejor entre la búsqueda de la eficacia y de un lugar cada vez más importante en el comercio mundial, con reformas sociales. Entre las anunciadas, las principales son: la reforma de las pensiones, la gratuidad de la asistencia médica para los mayores de 60 años, la reforma de la educación y, sobre todo, la preescolar y la reforma de la ley electoral. Es decir, el país se encuentra en un proceso acelerado de reformas, y ello aumenta las expectativas de la población y, al mismo tiempo, su confianza en la presidenta.
Estas reformas se emprenden en una situación en la que el crecimiento se ha recuperado en todo el continente. Hay importantes superávits presupuestarios en Chile, Argentina y Brasil, y la capacidad de presión de Estados Unidos ha disminuido enormemente como consecuencia de la guerra de Irak, que ha minado la posición moral del Gobierno de Bush. Es decir, todas las circunstancias son propicias para el éxito de un país que ya ha logrado la victoria más importante al superar un enfrentamiento entre extremos que lo tenía paralizado y recuperar la confianza en sí mismo, sin la que no es posible emprender ningún tipo de reforma. Esa confianza renovada y esa liberación de sus propios demonios se transparentan en el júbilo y la emoción con que la gente ha recibido cada gesto de una presidenta que parece pertenecer aún a la "sociedad civil", pese a ocupar ya la cúspide del Estado. Habrá numerosos obstáculos en el camino de la nueva presidenta, pero no habrá marcha atrás.
La caída del muro de Berlín y el sistema soviético no terminó con el pensamiento bipolarizado, que provoca todavía una parálisis demasiado grande porque impide cualquier alianza, cualquier compromiso, cualquier reforma, y sólo combina declaraciones totalmente radicales con políticas inmóviles. Por eso lo que acaba de suceder en Chile tiene una importancia no sólo continental, sino mundial, y la comunidad internacional tiene que aplaudir la extraordinaria recuperación de Chile llevada a cabo por Ricardo Lagos. Es esa recuperación, esa auténtica liberación, la que explica hoy que Michelle Bachelet, víctima de la dictadura e hija de un general fusilado por el Ejército, pueda ponerse a la cabeza de un país reconciliado, aunque la lucha política siga viva, un país en el que las Fuerzas Armadas, de acuerdo con el general Cheyre, han reconocido su sometimiento al poder político legalmente constituido.
Alain Touraine es sociólogo y director del Instituto de Estudios Superiores de París. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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